En este pasaje evangélico, que muestra la universalidad de la salvación que ofrece Jesús, sorprende el grito de esta mujer extranjera: solicita compasión para su hija, algo propio de la oración de Israel; y llama a Jesús “Señor” e “Hijo de David”, títulos que evocan el misterio de su persona y que incluso a sus discípulos les está costando reconocer.
Ante esta petición, Jesús parece desentenderse y recuerda que su misión está restringida al pueblo de Israel. Sin embargo, la mujer no se da por vencida: se arrodilla en señal de adoración e insiste en su petición. Se inicia un diálogo que gira en torno al don del pan como signo del banquete del Reino de Dios que Jesús anuncia y hace presente, un banquete abundante del que todos pueden beneficiarse, también la hija de esta mujer, que necesita el pan de la curación.
Jesús, que había censurado a Pedro y a los discípulos por su falta de fe, elogia la fe de esta mujer y concede la salvación a su hija. Se trata de una salvación que queda abierta para cualquier persona que acuda con fe a Jesús, ya sea judía o pagana. La fe de esta mujer es modélica para todo judío, y la sanación de su hija representa el inicio de una salvación que se dirigirá a todas las naciones.