Con la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, llegamos al final del año litúrgico; y, con ella, a la proclamación de Jesús como Rey en el Juicio ante Pilato, siguiendo el evangelio de San Juan.
Jesús ha sido condenado por el Sanedrín y entregado a Poncio Pilato, procurador romano, con la acusación de ser el “rey de los judíos”, es decir, un alborotador que lucha por expulsar a los romanos e instaurar un reino libre de su tiranía.
A Pilato le huele mal la acusación. No es normal que los judíos le entreguen a “su rey”. Y por eso le pregunta a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. El contesta de dos maneras.
Primero en negativo: “Mi reino no es de este mundo”. La realeza de Jesús no supone un poder terreno y toda autoridad le viene del Padre. Su manera de reinar se define no por el poder sino por el servicio a los demás.
Después en positivo. “Soy rey. He venido a este mundo para ser testigo de la verdad”. Y aquí la verdad no es algo intelectual, sino un concepto unido a Dios, como el de la luz o el de la vida, y expresa la autenticidad, la fidelidad, la lealtad que es Dios mismo.
Así, en el diálogo con Pilato, Jesús ha aclarado en qué sentido es rey. El Señor afirma su realeza pero en su ejercicio no adopta los cánones de este mundo, sino que se vincula estrechamente a los planes del Padre y sitúa su trono en el campo del servicio, de la entrega, de la fidelidad... Este es el marco de su reinado, del que va a dar testimonio con su sangre, y ésta es la única voz que estamos llamados a escuchar quienes tenemos como don y tarea “pertenecer a la verdad”.