El discurso de Jesús, después de las bienaventuranzas, proclama "el amor a los enemigos" como actitud principal de sus seguidores. Con ello rompe con la tradición del Antiguo Testamento que divide el mundo entre buenos y malos y habla del trato duro de Dios para los malvados. La presencia del Reino que inaugura Jesús da la vuelta a la situación: es preciso luchar contra el mal, pero sin odio ni venganza, perdonando y amando incluso a los enemigos.
Lejos del sentimentalismo, el amor que Jesús propone se realiza en gestos concretos: hacer el bien, bendecir, orar, presentar la mejilla, perdonar, no juzgar, no condenar, dar al que lo necesita. Y lejos de actitudes interesadas, el amor que Jesús exige es gratuito, a fondo perdido y sin avales, porque su motivación más profunda es el amor de Dios.
Los discípulos deben amar como Dios ama: él ha amado primero y de modo único, porque es amor, y "hace salir el sol sobre malos y buenos". Nos ha amado "aun siendo pecadores". Y nosotros, discípulos e hijos de Dios, estamos llamados a ser como nuestro Padre, tratando a los demás como Él los trata, con misericordia, y haciendo del amor una acción y una tarea que busca en primer lugar el bien del otro.