El domingo pasado la parábola del juez y la viuda nos invitaba a orar siempre y sin desanimarnos; la de hoy, el fariseo y el publicano, nos invita a orar con humildad.
Dos personas suben al templo a orar. Un fariseo y un publicano. Los fariseos eran hombres piadosos que buscaban el cumplimiento estricto de la Ley para alcanzar la santidad y, para mantenerse en estado de pureza, se mantenían alejados de los pecadores. Los publicanos eran cobradores de impuestos y considerados, por ello, colaboracionistas con el poder romano y ladrones.
El fariseo ora, desde el primer banco y en pie, dando gracias a Dios por no ser pecador como los demás y haciendo un recuento de las obras buenas que realiza. El publicano, en cambio, desde el fondo del templo y sin atreverse a levantar la mirada, reconoce sinceramente su condición de pecador. Uno parece exigir el pago a sus buenas obras; el otro suplica compasión.
Jesús
interpreta la parábola diciendo que el publicano baja a su casa reconciliado y
el fariseo no. La fe del publicano le mueve a poner su vida en manos de Dios;
la orgullosa seguridad de sus obras lleva al fariseo a confiar más en su virtud
que en el Dios de la misericordia. Nosotros, como discípulos de Jesús somos
invitados a orar como aquel publicano, reconociendo humildemente nuestra propia
condición de pecadores y abriéndonos desde la fe a la acción misericordiosa de
Dios.
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